Con la nueva gestión municipal de Yerba Buena comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente está en un estado de ánimo que podríamos llamar filosófico? En lugar de dar por sentadas sus pertenencias, cada experiencia es ocasión de una reflexión sobre la finitud humana.

Una población que se destacaba por su tranquilidad y candor se encontró súbitamente a la intemperie, buscando explicaciones y siempre lista para cualquier debate. Hay muchas vertientes del nuevo temperamento yerbabuenense. Entre las causas, sin embargo, no podemos omitir un secreto a voces: el miedo al cepo.

El sistema de inmovilización vehicular, con sus cepos rojos y la humillante calcomanía de “Vehículo mal estacionado”, evoca los orígenes históricos de la inmovilización como castigo. En el antiguo derecho europeo, las estructuras como el cepo (de madera en ese entonces) no sólo privaban de movilidad al infractor, sino que lo exponían públicamente como advertencia y escarnio. Michel Foucault, en “Vigilar y castigar”, señala que estas prácticas funcionaban como un teatro del poder, donde el castigo debía ser visible para educar al resto de la sociedad.

Al mal tiempo: un ajuste animal

Hoy, en Yerba Buena, no hay cepos medievales, pero el principio se mantiene. El auto, una extensión del cuerpo y del estatus personal, queda inmovilizado y señalado, mientras su dueño asume el rol de espectador y protagonista de un castigo que busca disciplinar y aleccionar. Como diría Foucault, “el castigo no es simplemente represivo, sino productivo”: produce ciudadanos que miden con rigor matemático el perímetro de su estacionamiento, despiden a sus autos como a una mascota asustada y saltan de la silla al menor atisbo de una patrulla. La clase más pobre que se desplaza en dos ruedas ha desarrollado mecanismos complejísimos para eludir controles, un proto lenguaje de silbidos promete avances que la antropología no debería dejar de lado. Es que el secuestro de la moto es absoluto. De darse, saben que es muy probable que jamás puedan pagar su libertad. Basta ver los cementerios de motos en las comisarías. Algunos las visitan con la familia.

A este estado de cosas se suma una suerte de distopía vial que recuerda a “El corredor del laberinto” (The Maze Runner). Las manos de las calles cambian de un día al otro, y el conductor que se arriesga a seguir derecho puede terminar súbitamente a contramano. El caso del semáforo en Solano Vera es un ejemplo paradigmático: las luces están tan distanciadas que uno puede arrancar en verde y pasar en rojo, atrapado en una mecánica que desafía cualquier lógica cartesiana. En este caos organizado, el ciudadano es objeto de un disciplinamiento constante, en el que la confusión refuerza su dependencia del orden impuesto por el poder local.

El cuerpo de tránsito municipal, que ha crecido en número y eficiencia, ejemplifica lo que Foucault llamó la “economía política del cuerpo”. Las agentes mujeres, con su autoridad serena y prudente, se imponen en las calles con gracia casi coreográfica. ¿Quién no le hace caso a la altísima rubia que maneja la antigua calle Las Lilas con elegante autoridad? Mientras tanto, los varones se encargan de patrullar. No son como Starsky y Hutch, no van de a dos. Son docenas que chorrean desde los camioncitos, un despliegue masivo de vigilancia que refuerza simbólicamente la presencia del poder en las calles.

Lo más notable, sin embargo, es cómo este sistema de castigo ha generado grandes expresiones filosóficas. Ayer, una mujer al lado de su camioneta “esposada” me decía: “La vida es un absurdo entre dos nadas”. En la oficina de tránsito, las quejas se vuelven cada vez más complejas, utilizando campanas de Gauss, experimentos mentales y retórica clásica para defender sus vehículos.

Al mal tiempo, buena cara y humor

De estas discusiones surgen conclusiones de un vuelo que no le pide un kilo a la antigua Grecia: “El hombre es el lobo del hombre”, “No existe verdad sin posibilidad de error”, “Sólo sé que no saben nada y por supuesto, “El poder castiga no sólo para suprimir el crimen, sino para reafirmarse a sí mismo”. El ciudadano yerbabuenense, empujado al borde de la desesperación, ha encontrado en el cepo no sólo un obstáculo físico, sino una oportunidad inesperada para filosofar la vida y el orden social y, así, insultar con sapiencia.